
“La muerte de mi querida madre, Su Majestad la Reina, es un momento de enorme tristeza para mí y para todos los miembros de mi familia. Lamentamos profundamente la muerte de una Soberana querida y una madre muy amada”, ha dicho Carlos III en su primer comunicado oficial como monarca.
La salud de la reina más longeva y popular del Reino Unido comenzó a declinar desde que muriera, en abril de 2021, su esposo, Felipe de Edimburgo. La monarca pudo presenciar en primera persona las celebraciones en todo el país en julio por sus 70 años de reinado —el Jubileo de Platino—, e incluso estuvo en condiciones, esta misma semana, de recibir en su residencia escocesa al primer ministro saliente, Boris Johnson, y de encargar a su sucesora, Liz Truss, la formación de un nuevo Gobierno en su nombre.

Fueron necesarias décadas de templanza, moderación, aprendizaje, torpezas corregidas y un anacrónico pero necesario sentido del deber para que Isabel II fuera la parte indispensable del paisaje de la que ningún británico estaba dispuesto a prescindir.
Isabel II, el símbolo universal de lo que representa una casa real europea, fue la demostración más evidente de que la supervivencia de la institución monárquica depende siempre de la personalidad de quien ostenta la corona. Y la suya fue una combinación perfecta de tradicionalismo, invisibilidad, liturgia, modernidad en pequeños sorbos y una delicada neutralidad constitucional que logró el respeto de los 15 primeros ministros, conservadores y laboristas, que gobernaron en su nombre.
Setenta años de reinado proporcionaron a Isabel Alejandra María, la primogénita de Jorge VI e Isabel Bowes-Lyon, nacida en Londres el 21 de abril de 1926, la experiencia suficiente para seducir y granjearse el respeto de egos descomunales como Winston Churchill, Margaret Thatcher, Tony Blair o Boris Johnson.
Fuente: elpais.com