Innumerables fallas han lastrado la educación pública del país, pese a los astronómicos presupuestos destinados a ella. Para este año, ese presupuesto es de 231 mil 147 millones de pesos. Pero cuando se da una mirada al impacto o eficiencia de su inversión, surgen los agujeros negros del fracaso o la mediocridad con que tales recursos han sido manejados. No hay butacas adecuadas para el estudiantado, no hay aulas ni maestros suficientes para atender las demandas de la enseñanza y el cupo elemental de alumnos, no hay libros ni provisión suficiente y de calidad en los alimentos del desayuno o el almuerzo escolar. En muchas escuelas los alumnos comen en el piso, el calendario escolar sufre de interrupciones frecuentes, escasea la higiene de los locales y un sinnúmero de otras deficiencias. En Los Alcarrizos, por ejemplo, hay 600 estudiantes del nivel inicial que todavía no han podido comenzar sus clases, más de un mes después de iniciarse el año docente. Decenas de edificios escolares sin terminar, para cuya construcción el Estado dispuso de una multimillonaria cartera de recursos, ilustran dramáticamente el nivel de lastre del sistema educativo. La poca calidad docente y los últimos resultados de las pruebas de aprendizaje de los alumnos, constituyen otra patética muestra del lastre. Más que ocultar o recurrir a pretextos y excusas para no tener que admitir esa penosa realidad, lo que razonablemente cabría en una sociedad que busca institucionalizarse es que se rindan cuentas claras de cómo se han invertido los 231 mil 147 millones de pesos del presupuesto actual. Demasiado dinero disipado en un país con tantas necesidades y apremios. ¡Qué pena! Fuente: Editorial Listín Diario (3/11/2022